Y mira que he visto hombres ocupados.
Y cuando digo hombres hablo de hombres, mujeres, ancianos, parados, jubilados, población más o menos activa… Ya sabemos todos lo que supone generalizar.
Ando sentada al lado del hombre más ocupado del mundo y no me quejo.
Al contrario que él, que ya me llamó un par de veces la atención por mi tono de voz, culpa de la típica llamada telefónica en la que te enrollas más de lo normal.
Parece mantener una relación estable y en la que ambos no reciben más de lo que dan. Eso he entendido cuando han pasado un par de horas y sus rudos dedos no se despegaron de su cuerpo, más que para deslizar su pantalla táctil y acceder a otra ventana más interesante quizás.
Son las once menos cuarto y aún me pregunto qué es lo que por su cabeza estará pasando mientras yo le observo atenta, perpleja por todo lo que me ha hecho reflexionar.
Solo espero que se trate de una urgencia casual, nada por lo que los que le rodean ya lo puedan duramente catalogar.
El típico hombre más ocupado que yo haya visto. Ese en el que todos, en determinadas situaciones nos convertimos; las horas antes de un examen, la oposición que esta por llegar. La primera entrevista de trabajo, el primer curro en el que destacar.
Ahora veo como se desprende de las gafas, y parece humedecerlas para luego restregarlas por la camisa y volver a empezar.
Lo que no sabe es que con ellas no miraba nada. La recién nacida que lloraba en aquel asiento, y su madre aprendiz en el arte de amamantar. Los ojos verdes de la joven que nos ofrecía algún aperitivo, Stuart Little en la pantalla y todos los valores que indirectamente en algún momento aquella película nos hizo asimilar.
Viajo y a mi lado anda sentado el hombre más ocupado que haya visto yo jamás.
Ahora trato de calcular el precio que supone experimentar la ocupación en su máximo exponente, el coste de oportunidad que no estaría, de ninguna manera, dispuesta a soportar.